CUANDO UNO se enamora piensa que sucede en ese momento porque es cuando la fruta de la lozanía está más sabrosa, cuando dos seres más pueden darse recíprocamente pasión, experiencia, placidez serena; cuando más se complementan y juntos van a ser uno solo. Ser el uno para el otro. Si al final eso se transforma en acritud, desesperación e infundios significa que el origen no era tan auténtico. Así de claro. Hay amores que se mueren en un instante. Y no han visto reflejarse sus ojos en los ojos del otro, ni han percibido un sincero agradecimiento, lo que espantaría cualquier desolación. Cuando esperabas vivir con esa persona años, años y más años, adorarla con todo tu ser, con toda tu alma, no piensas en un desastre arrollador, en que todo va a ser arrasado por el fuego del odio. Tan solo llevas en ti la inmanencia del ser amado, su tercera vida (la de la obra en la Tierra) y la tuya, y todas tus otras vidas (la transcendental, la imaginativa, la cordial); y también tus penas, tus necesidades más banales. Plenos de sana satisfacción virtual y somática —y ahí notas el imperceptible vello en punta, tiesos los poros de la piel— el amor es un furor desenfrenado, y de todas maneras quiere amarse. El amante se duerme sobre el ombligo amado y es feliz teniéndolo. Está convencido de que jamás le perjudicará y si un día ya no se amasen, se dejarían tranquilos, jamás se herirían y desearían cosas lindas como ahora desean el sonido de sus voces. Esta idea calma a cualquier amante y le colma tanto como si hubiera tenido ya entregado entre sus brazos al mismo amor, sumiso en los abrazos, poseído con toda la grandeza del acto mágico de sumo amor entre dos seres humanos. Es amor si es así, pero también pasa que esta misma escena pueden dibujarla seres despechados como todo lo contrario. Un infierno infrahumano. La amargura puede enturbiar hasta el infinito un paisaje paradisíaco. Hoy, con mis apuntes desparramados por la cama, tumbado con el ordenador al lado, hoja aquí, lápiz allá, yo tengo mi conciencia tranquila, sé que amé y gocé del paraíso.
Juan Carlos YAGO |
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