Precisamente cuando se habla de educación, pienso que en mi generación se utilizó para mantenernos disciplinados y poco molestos. Ha llegado esta altura de los tiempos en la que se valora de otra forma —más cualitativa— y, también, una cierta rebeldía para ausentar el inmovilismo que provocó aquella derechona y tácita proclama provinciana que no era ni más ni menos que nada perturbase lo instituido, lo autorizado. Han cambiado los tiempos, como digo, pero se puede pecar también de equivocar los términos. La educación que use de ciertas formas convencionales, discretas, que trate con deferencia a los semejantes no debe tener la connotación de reaccionaria, ni mucho menos de debilidad. Al contrario, es el gran respeto preciso hoy para el progreso. Y este se da cuando se es pulcro con el mismo idioma, la sangre que mueve lo social. Decía un poeta como Luis Rosales que el idioma es nuestra patria. Quien no ha aprendido bien su lengua no ha aprendido a vivir; quien habla mal, vive a traspiés. Cuidar nuestro cuerpo y nuestro idioma es toda una aportación personal y un gran avance que podemos profesar a la sociedad.
BALCÓN GLOBAL
Juan Carlos YAGO |
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