Se me ocurre que, de extender y aumentar este consumo mundial, al final se las ingeniarán para crear una activa industria paralela que transformará los componentes tan nutritivos de los insectos en pastillitas envasadas de colores —potentes inhibidoras de la repulsión— que sacien plenamente el apetito. Privarán a muchos del placer de la gastronomía, pero habrá menos hambre en el mundo y un montón de puestos de trabajo más.
De momento, sin embargo, el tema del sustento se agudiza dramáticamente en el día a día de los refugiados e inmigrantes que atraviesan, desde el sureste, Europa. Sus mandatarios, en su más íntimo sentido de la solidaridad, no están muy por la labor de acogerlos, a pesar de sus pomposas declaraciones. Son falsas. La prueba está en que de Barcelona salieron, en su día, mascarillas antigás para Gaza, cuyo precio oscilaba entre los 150 y los 200 €; una pasta. Ahora, lo que ha salido es gas pimienta, una partida que ha llegado a Hungría. Cataluña vende al Gobierno español y al extranjero material de guerra. La Comunidad europea —liderada por la canciller alemana— paga. Esto es lo que nos estamos comiendo en España, la fama de intentar el exterminio de una nueva raza, la de los asilados. Porque se empieza por amenazar, se sigue con herir y se acaba por matar deliberadamente.