LA ONU y la FAO recomiendan comer insectos; por su alto valor nutritivo y para paliar el hambre en el mundo. Siempre han repugnado en Occidente esas imágenes de bichos vivos en la cocina, dispuestos para condimentar la ensalada, pero es una realidad que desde tiempo inmemorial son parte de ciertas dietas. Hoy millones de personas los degustan en África, Asia y América, con una variedad de unas 1.500 especies. Al parecer nadie se ha muerto por ello y debe ser muy sano, ya que aportan proteínas, minerales y nutrientes esenciales con la absorción de mucha menos grasa que la carne, que en puridad no es beneficiosa para la salud, según estudios. Si esto es lo que se proponen en serio, va a ser muy difícil erradicar el rechazo en la cultura occidental a la ingesta de crujientes cucarachas por muy suntuosa y saludable manduca que se la pueda considerar.
Se me ocurre que, de extender y aumentar este consumo mundial, al final se las ingeniarán para crear una activa industria paralela que transformará los componentes tan nutritivos de los insectos en pastillitas envasadas de colores —potentes inhibidoras de la repulsión— que sacien plenamente el apetito. Privarán a muchos del placer de la gastronomía, pero habrá menos hambre en el mundo y un montón de puestos de trabajo más.
De momento, sin embargo, el tema del sustento se agudiza dramáticamente en el día a día de los refugiados e inmigrantes que atraviesan, desde el sureste, Europa. Sus mandatarios, en su más íntimo sentido de la solidaridad, no están muy por la labor de acogerlos, a pesar de sus pomposas declaraciones. Son falsas. La prueba está en que de Barcelona salieron, en su día, mascarillas antigás para Gaza, cuyo precio oscilaba entre los 150 y los 200 €; una pasta. Ahora, lo que ha salido es gas pimienta, una partida que ha llegado a Hungría. Cataluña vende al Gobierno español y al extranjero material de guerra. La Comunidad europea —liderada por la canciller alemana— paga. Esto es lo que nos estamos comiendo en España, la fama de intentar el exterminio de una nueva raza, la de los asilados. Porque se empieza por amenazar, se sigue con herir y se acaba por matar deliberadamente.
Se me ocurre que, de extender y aumentar este consumo mundial, al final se las ingeniarán para crear una activa industria paralela que transformará los componentes tan nutritivos de los insectos en pastillitas envasadas de colores —potentes inhibidoras de la repulsión— que sacien plenamente el apetito. Privarán a muchos del placer de la gastronomía, pero habrá menos hambre en el mundo y un montón de puestos de trabajo más.
De momento, sin embargo, el tema del sustento se agudiza dramáticamente en el día a día de los refugiados e inmigrantes que atraviesan, desde el sureste, Europa. Sus mandatarios, en su más íntimo sentido de la solidaridad, no están muy por la labor de acogerlos, a pesar de sus pomposas declaraciones. Son falsas. La prueba está en que de Barcelona salieron, en su día, mascarillas antigás para Gaza, cuyo precio oscilaba entre los 150 y los 200 €; una pasta. Ahora, lo que ha salido es gas pimienta, una partida que ha llegado a Hungría. Cataluña vende al Gobierno español y al extranjero material de guerra. La Comunidad europea —liderada por la canciller alemana— paga. Esto es lo que nos estamos comiendo en España, la fama de intentar el exterminio de una nueva raza, la de los asilados. Porque se empieza por amenazar, se sigue con herir y se acaba por matar deliberadamente.