LA EFEMÉRIDE de Todos los Santos invade ya las mentes, socializa que el amor a los ancestros perdura en los vivos y que la verdad de la eternidad reside en uno mismo. Su origen se relaciona con la persecución de los cristianos por el emperador Diocleciano (284-305), quien incrementó tanto el número de mártires que era imposible su veneración por separado, surgiendo la necesidad de la rememoración grupal.
No concibo la vida sin conmemoraciones ni festejos periódicos, tal como está montado, pero siempre cabe la oportunidad de mejorar. A esta fiesta católica del primero de noviembre le salió en su día una competidora protestante estadounidense que se ha infiltrado a través del hedonismo propio de nuestro país. El cine, la televisión, las revistas y los libros han contribuido lo suyo para que Halloween alcance cada vez mayor cota de participantes. Pero está claro que lo autóctono, las visitas a los cementerios —para honrar a quienes han cambiado la Tierra por otro lugar de residencia—, no ha perdido tampoco adeptos. Se juntan las dos versiones, una más lúdica y otra más trascendental, y ambas cumplen con una de las funciones de cualquier evento humano: hacer más llevadera la vida.
Año tras año, Halloween se apodera de la añeja veneración del también llamado día de Todos los Difuntos. Se siguen comprando flores y visitando cementerios con profusión para honrar a los que ya no están, pero el recogimiento, el silencio respetuoso o la emulación de los antepasados dejan paso al jolgorio y la algarabía bajo disfraces llamativos y monstruosos, sobre todo entre las nuevas generaciones.
Esta desmitificación de la muerte divierte especialmente a los niños quienes celebran hasta en sus centros escolares concursos de disfraces tenebrosos que, en la mayoría de los casos, ponen a disposición de los consumidores los avispados empresarios chinos.
La muerte es parte de la vida. Es un tránsito, también, a una vida mejor. Mientras tanto, hay que luchar por un mundo más justo en el mismo planeta, donde cada día, con el simple gesto de abrir un periódico comprobamos, como decía Edmund Burke, que para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada.
No concibo la vida sin conmemoraciones ni festejos periódicos, tal como está montado, pero siempre cabe la oportunidad de mejorar. A esta fiesta católica del primero de noviembre le salió en su día una competidora protestante estadounidense que se ha infiltrado a través del hedonismo propio de nuestro país. El cine, la televisión, las revistas y los libros han contribuido lo suyo para que Halloween alcance cada vez mayor cota de participantes. Pero está claro que lo autóctono, las visitas a los cementerios —para honrar a quienes han cambiado la Tierra por otro lugar de residencia—, no ha perdido tampoco adeptos. Se juntan las dos versiones, una más lúdica y otra más trascendental, y ambas cumplen con una de las funciones de cualquier evento humano: hacer más llevadera la vida.
Año tras año, Halloween se apodera de la añeja veneración del también llamado día de Todos los Difuntos. Se siguen comprando flores y visitando cementerios con profusión para honrar a los que ya no están, pero el recogimiento, el silencio respetuoso o la emulación de los antepasados dejan paso al jolgorio y la algarabía bajo disfraces llamativos y monstruosos, sobre todo entre las nuevas generaciones.
Esta desmitificación de la muerte divierte especialmente a los niños quienes celebran hasta en sus centros escolares concursos de disfraces tenebrosos que, en la mayoría de los casos, ponen a disposición de los consumidores los avispados empresarios chinos.
La muerte es parte de la vida. Es un tránsito, también, a una vida mejor. Mientras tanto, hay que luchar por un mundo más justo en el mismo planeta, donde cada día, con el simple gesto de abrir un periódico comprobamos, como decía Edmund Burke, que para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada.