Percibo el ánimo festivo que precede a la Navidad en León con mi novia definitiva, con mi musa personal e intransferible; concialiadora, asimismo, de almas y duelos tanto o más que la Mar Mediterránea, espacio del mundo que me transfiere la calma infinita de Dios, ese amado regidor del universo del cual la santa referida esperaba tan alta dicha, que vivía sin vivir en ella. He descubierto que mi corazón sí puede mantener mi más vivir con otro corazón irresistible, sensible y culto dentro. Porque ambos somos la conjunción de la fortaleza medieval y moderna, la ascética precisa en la modernidad. He tomado una drástica decisión: cambiarme de planeta.
Me voy al planeta del Amor, cargado de agua y tiempo, dos tesoros que no tienen precio. Sant-Yago y Santa Mar —la que navego en mi romántico velero— son los dos santos de la modernidad más avanzada, de un futuro que se incia con las más óptimas razones para la vida de nuestros descendientes, nuevos seres humanos que dejen de maltratar a la Tierra.
Todo el mundo espera que esta nueva Navidad vuelva a ser un gran acontecimiento, una feria pascual inigualable, unas fiestas, si cabe, aún más entrañables que nunca. Piso hoy el entorno de las piedras venerables de León; huele a posada, a humeantes casas de comidas, a concurrencia, familiaridad, efusividad. Comer fuera o tomar algo por ahí es, en España, no solo sana francachela, sino la más pura declaración de noble amoristad. Se trata de trato, cuestión humana. Por eso soy favorable a la Navidad y a todo tipo de celebraciones.
Luego está la profesionalidad de los mesoneros, en general, excelente, aunque siempre te puedes topar con algún amargado, esos camareros que tan bien deben quedar en la ventanilla de algún ministerio para desanimar a menesterosos paganos. En caso contrario, nunca hay plato caro.
Amo a mi novia, y este último detalle para nada nos ha importado. León es mi patria chica, una tierra maravillosa donde resurge la pasión, donde todavía perdura la ilusión y la obra bien hecha.