TAL VEZ sea el silencio del lugar, quizá el mismo paraje exuberante o probablemente la nostalgia positiva, pero estoy más a gusto que un niño con zapatos nuevos. Si te integras en los espacios de la vasta piel de toro nacional, compruebas que te invade una paz especial, que la vida crece por doquier y que la belleza se encuentra en todas partes: en un bosque más o menos encantado, en un pueblo de venerables piedras, en un rincón del mediterráneo, en una montañita nevada o contemplando el curso de un río. Notas como la vida se abre paso con genio, con una fuerza proverbial.
A pesar de que nuestra existencia a veces está amenazada, podemos aprender a vivir con un instinto felino —a mí me otorga un plus intenso de supervivencia— que te hace runrunear por la vida y ser libre con tus querencias. La felicidad se puede describir como una gatita: ese ser travieso que no quiere dejarse atrapar. Ni manosear. Si vas detrás de ella con ahínco se escabulle y te rehúye. Pero si respiras tranquilamente y estás en paz, viene a enredarse entre tus manos, a dormirse con placidez entre tus quehaceres. Pero a los gatos también nos encasillan en ocasiones o nos vapulean sin piedad el corazón. Al igual que ellos, me muestro entonces fugitivo y —escaldados— la misma agua tibia evitamos, siéndonos difícil volver a confiar... en el ser humano.
Cuando nos han engañado o traicionado somos un mar de dudas. ¿Quién no? Bueno, es la diferencia más notable con los perros. Quienes sabemos conservar nuestro niño interior descubrimos que la maldad se da más por ignorancia que por el afán de ser malvados a posta. Y evitamos mejor que el mal gane terreno. Hoy que tanto ofrece la sociedad a los niños, que les otorga tantos derechos, tantos medios, tantos avances, objetos y hasta exagerados caprichos, hay, sin embargo, más de tres millones de ellos, en España, que carecen de lo más básico e, incluso, de recursos para su nutrición. Por ello un servidor es, además de gato, uno con botas que nivele la balanza.
A pesar de que nuestra existencia a veces está amenazada, podemos aprender a vivir con un instinto felino —a mí me otorga un plus intenso de supervivencia— que te hace runrunear por la vida y ser libre con tus querencias. La felicidad se puede describir como una gatita: ese ser travieso que no quiere dejarse atrapar. Ni manosear. Si vas detrás de ella con ahínco se escabulle y te rehúye. Pero si respiras tranquilamente y estás en paz, viene a enredarse entre tus manos, a dormirse con placidez entre tus quehaceres. Pero a los gatos también nos encasillan en ocasiones o nos vapulean sin piedad el corazón. Al igual que ellos, me muestro entonces fugitivo y —escaldados— la misma agua tibia evitamos, siéndonos difícil volver a confiar... en el ser humano.
Cuando nos han engañado o traicionado somos un mar de dudas. ¿Quién no? Bueno, es la diferencia más notable con los perros. Quienes sabemos conservar nuestro niño interior descubrimos que la maldad se da más por ignorancia que por el afán de ser malvados a posta. Y evitamos mejor que el mal gane terreno. Hoy que tanto ofrece la sociedad a los niños, que les otorga tantos derechos, tantos medios, tantos avances, objetos y hasta exagerados caprichos, hay, sin embargo, más de tres millones de ellos, en España, que carecen de lo más básico e, incluso, de recursos para su nutrición. Por ello un servidor es, además de gato, uno con botas que nivele la balanza.