He querido comprobar qué significa dormir en la calle y pase una noche con desahuciados. Me introduje, canté, me reí, bebí su cerveza. Comprobé cómo es su vida. “Búscate unas cajas”, me aconsejaron; me fabriqué también una almohada. Detrás de la Catedral de la Virgen de los Desamparados de Valencia el amigo y compañero instaló su alcoba y dejó espacio para mí. A medianoche noté cómo me arropaban. Antes del amanecer nos levantamos, recogimos la totalidad de los aposentos, despejamos y dejamos practicable la zona para sus nuevos transeúntes: los hombres de provecho, los otros, los de la vida normal. En una panadería de lujo, por la puerta de atrás, nos proporcionaron pan de centeno y exquisiteces crujientes, aunque del día anterior; nos separamos hacia una plaza y acompañamos ese condumio por un café humeante que un hostelero buenamente preparó. Mi nuevo amigo tenía copia de la llave de los servicios de un aparcamiento público: allí nos aseamos. En definitiva, pude descansar relativamente bien, con grata compañía, sin miedo y sin frío; todo gratis. El nuevo día se abrió paso, el Sol de nuevo brilló para todos.
A partir de la experiencia, he pensado que la sociedad en su conjunto mejoraría notablemente si todos los indigentes contasen con un centro donde les garantizasen la comida y la dormida y, también, el ejercicio de alguna actividad que les permita realizar tareas, recibir instrucción o un oficio con miras a su estancia en esos momentos perentorios pero también a estabilizarse en un futuro, donde el compañerismo se respirase y se enseñase empatía.