Lo sarcástico es que por cada europeo vilmente asesinado van a morir vilmente asesinados docenas de musulmanes. ¿A alguien se le ha ocurrido pensar que la existencia de individuos de esta ralea —capaces de autoinmolarse en público y llevarse por delante a unos cuantos infieles— proviene de la consideración intelectual de unos sabios que, oculta y deliberadamente, influyen sobre las mentes, ofreciéndoles una nueva tierra prometida?
Al-Ándalus, en estricto sentido histórico, es una amplia extensión ocupada en Europa durante el medievo por los musulmanes. Aunque parezca increíble, ahí radica el éxito de este tipo de terrorismo. Es la lucha por los lindes, el sentido de la posesión territorial que por esas extrañas razones enfrenta a hermanos en una herencia. Les manejan, en el caso del yihadismo, con la magia de la posesión y con el dominio que va adherido a la violencia. Es la manida lucha con los moros y contra los moros, en nombre, a la sazón, del santo Santiago, el matamoros, hasta las legendarias hazañas del Cid limpiando con sangre árabe el suelo hispano.
La historia, y no solo la religión, conduce a ciertos deseperados —a quienes previamente han despersonalizado y lavado el cerebro a conciencia— a estallarse ante la presión inconmesurable de occidente y del modo de vida occidental, inmerso en un modelo económico francamente moribundo.
El fundamentalismo aprovecha esta situación para hincar la sobrevaloración de su ideología y para proclamar como valor absoluto algo subjetivo. Los kamikazes condicionan su vida al deseo de sus líderes. No consideran el contenido de lo que profesan sino el continente, es decir, el cerebro moral de quien proviene la orden. Sobre esa ambición debería incidir la acción represora, sobre la de los ideólogos fanáticos, que están libres de tacha.