Llegas a experimentar probablemente ese estado de los púgiles que quedan sonados y que oyen un timbre, por ejemplo, o un teléfono, y se ponen en guardia como acto reflejo. Eso les pasa. En todos los deportes se dice, se juega a esto, a aquello, menos en el boxeo. En las prefallas, en estas mascletás en el centro de la capital, tampoco se juega, sino que tu cuerpo se alerta y se prepara para la defensa. Te pueden reventar los tímpanos. A mí, aparte, como a tantos, me emocionan. El subidón es palpable y quedas sonado como los boxeadores; al menos, momentáneamente.
Hoy, además, una joven que estaba a mi lado dijo que era demasiado fuerte el ruido y acabó deslizándose en mis brazos, desmayada por el tronío final, que es tan potente que la sangre corre a una velocidad estrepitosa para defender al organismo, dejándote sin sentido... como en esta ocasión. Enseguida se levantaron numerosas manos y el servicio sanitario se abrió paso entre la apretada muchedumbre y se llevó a la chiquilla que, la verdad, estaba lívida, vencida por el impactante ruido.
También se puede morir de pirotecnia, por los decibelios que llega a producir. Yo he llorado, sin embargo, de emoción por las dos cosas: ver como puede irse la vida por los oídos y —atrapados los míos y los de todos los presentes por tanta seducción sonora— cuando gritan y aplauden con tanto fervor a tu lado... y tantos.