MI DESPERTADOR hoy ha sido la bravura de la naturaleza. Aún no quería amanecer y llovía copiosamente tras mi ventana levantina abierta. La gota fría se ha hecho notar con fuerza en la Comunidad Valenciana y en Málaga especialmente, zonas en las que los estragos naturales han sido destacados. Caídas de árboles, inundaciones y riadas.
Hacia las seis de la madrugada, personalmente, he notado un fortísimo viento huracanado. Como en duermevela, llegué a sentir que estaba en el velero de un amigo, en medio de las olas del mar. De rondón ha penetrado el agua en mi habitáculo en tierra, en el real, y llegó a mojarme las mejillas. La catástrofe ha sido leve: unos cuantos libros y la ropa que estaba en el galán de noche, mojados. Además —luego lo comprobé— un túnel por el que suelo pasar, el de Aldaya, que quedó totalmente anegado, añadiendo retrasos e invonvenientes a mi agenda del día; y a la de tantos otros ciudadanos, claro.
El temporal remitió a lo largo de la mañana en la capital valenciana, aunque después también he sabido que en Torrevieja y Benissa se han desatado dos tornados hacia la hora del esmorzaret.
El caso es que, una vez asumido el temporal, la bestia empezó a rugir como casi todos los días: la gran ciudad se desperezaba con desgana, con rabia y con prisas. Las caras adustas nunca fallan ni un sonido de ambulancia, un crujir de pasos que se aceleran, un avión que surca el cielo, los estibadores del puerto que a medio gas funcionaban por la tromba.
Así tengo que vérmelas con ella, con mi urbe, mi entorno, tomando buena nota de lo que acontece.
Un simple gatito me siento; uno, sin embargo, que sí que podrá con tanta euforia, con algunos adormilados tristes, quizás con algún suicida, con cuatro o seis necios, con tres confidentes, con diez fuentes periodísticas (algunas encantadoras; otras, desganadas, corporativizadas), con un par de esforzados competidores, con los suficientes hombres y mujeres de bien, con algún mastuerzo... y bastante vanidad terrorífica en algunos más que luego desembocará quizá en accidentes de tráfico o en malas voces o en eso que llaman mal rollo.
La fiera de la vanagloria, la feria de las banalidades y del presumir es lo que más me espera hoy —y cualquier día— como columnista.
Hacia las seis de la madrugada, personalmente, he notado un fortísimo viento huracanado. Como en duermevela, llegué a sentir que estaba en el velero de un amigo, en medio de las olas del mar. De rondón ha penetrado el agua en mi habitáculo en tierra, en el real, y llegó a mojarme las mejillas. La catástrofe ha sido leve: unos cuantos libros y la ropa que estaba en el galán de noche, mojados. Además —luego lo comprobé— un túnel por el que suelo pasar, el de Aldaya, que quedó totalmente anegado, añadiendo retrasos e invonvenientes a mi agenda del día; y a la de tantos otros ciudadanos, claro.
El temporal remitió a lo largo de la mañana en la capital valenciana, aunque después también he sabido que en Torrevieja y Benissa se han desatado dos tornados hacia la hora del esmorzaret.
El caso es que, una vez asumido el temporal, la bestia empezó a rugir como casi todos los días: la gran ciudad se desperezaba con desgana, con rabia y con prisas. Las caras adustas nunca fallan ni un sonido de ambulancia, un crujir de pasos que se aceleran, un avión que surca el cielo, los estibadores del puerto que a medio gas funcionaban por la tromba.
Así tengo que vérmelas con ella, con mi urbe, mi entorno, tomando buena nota de lo que acontece.
Un simple gatito me siento; uno, sin embargo, que sí que podrá con tanta euforia, con algunos adormilados tristes, quizás con algún suicida, con cuatro o seis necios, con tres confidentes, con diez fuentes periodísticas (algunas encantadoras; otras, desganadas, corporativizadas), con un par de esforzados competidores, con los suficientes hombres y mujeres de bien, con algún mastuerzo... y bastante vanidad terrorífica en algunos más que luego desembocará quizá en accidentes de tráfico o en malas voces o en eso que llaman mal rollo.
La fiera de la vanagloria, la feria de las banalidades y del presumir es lo que más me espera hoy —y cualquier día— como columnista.