Desde que Eva y su pareja Adán incumplieron los mandatos de su creador y fueron expulsados del Paraíso, los males acechan a la humanidad. Es una de las historias de religiosidad que ayudan a adornar una realidad menos bucólica —la supuesta evolución del mono hacia el hombre— y que han tomado forma a lo largo de los siglos propulsando también guerras y terribles persecuciones. Así, los intereses de los fanáticos siembran de intolerancia y oscurantismo la vida humana en la Tierra. Ayer y hoy.
Antes imperaban los dioses musculados y las heroínas virginales. Ahora —en un Olimpo para mí más adulterado, en el que se baten a muerte las multinacionales, los gobiernos y los ciudadanos de a pie— seguimos creyendo en similares dioses, sin ninguna duda. Después de todo, está visto que cualquier remedio puede ser considerado infalible e incluso milagroso para atajar el mal más patético que ataca a la sociedad actual: la impaciencia. Recurrimos a elaboradas fórmulas para olvidarnos lo más rápidamente posible de un dolor de cabeza; para alejar el insomnio o para evadirnos del exceso de peso.
Se recurre abusivamente a los medicamentos como si estos tuvieran un don milagroso; no se concede al cuerpo y a la mente la última oportunidad para revisar un estilo de vida inadecuado. Apenas se presta oídos a un cuerpo automaltratado, incluso para darle esplendor en su aspecto, por ejemplo, con anabolizantes. Casi por inercia nos encomendamos a manos ajenas sin tiempo para caer en la cuenta de que, albergados en cada comprimido farmacéutico, pueden esconderse los dioses más mortíferos de todos.