Hay que apostar en la vida, que siempre es lucha, pero también hay que saber jugarse los cuartos, aunque jamás jugársela. España es pionera en los juegos de azar, desde la romántica y entrañable Lotería de Navidad, pasando por la Bonoloto, la Primitiva, la Lotería Nacional, el bingo y los casinos, y acabando con el cuponazo, las quinielas y las tragaperras. No está mal como pasatiempo y es una ilusión muy nacional. Cada día hay varios ganadores y el gentío siente cierta admiración por los afortunados, casi siempre ocultos para no complicarse la vida y porque, en el fondo, también da (no sé a cuento de qué) cierta timidez o vergüenza manifestarse como agraciado por la diosa Fortuna. Eso evita también posibles envidias.
No la tocas tú: la diosa te toca a ti. Es el juego de la vida, la lucidez del destino, la rebelión de la rutina, el triunfo del azar sobre cualquier planificación. Hoy mismo, algún apostante triunfador o algunos afortunados ganadores se han topado con una pila de millones, el sueño de su vida. Es una opción gratificante en la machacona, dura y cruda realidad de la modernidad. Es una alegría y un chorro de simpatía del destino.
España hace juego, hagan juego; no está mal. El mundo no es triste y gris, sino colorido, y mucha gente contribuye a esa diversión. Cada día hay nuevos divergentes —que yo llamo— o nuevos jugadores sorprendidos por la fortuna. Hemos nacido de la misma forma, con la alegría y la confianza de la vida y de la suerte.