SE SUELE decir que los bancos prestan un paraguas cuando luce el sol y que lo quitan cuando llueve, pero tras esta comprensible usura y servicio de dudosa utilidad —tan rentable para una de las partes— se trasluce una amenaza más grave: el dominio del planeta por pequeños grupos, una élite de personas muy ricas y poderosas que quieren aumentar su poder controlando el dinero y la salud. El objetivo de la oligarquía que está preparando un sospechoso Nuevo Orden Mundial no es más que manejar el planeta por completo en la sombra. Lo quieren hacer de forma absoluta y lo están consiguiendo ya de forma relativa, puesto que influyen de manera decisiva en la economía mundial y en la vida cotidiana. Con el control del dinero, manejan y deciden qué tipo de energía debemos usar, evitando las que no les interesan; quieren vigilar y orientar la agricultura a gran escala y dirigir el comercio mundial; están adquiriendo los derechos del agua pura en el planeta; los sistemas sanitarios de los Estados están influidos irremisiblemente por la industria farmacéutica, en la que tienen un poder directo y alta participación accionarial, obstaculizando a posta los remedios naturales; influyen en los medios convencionales de prensa manipulando la opinión pública. A pesar de la libertad de expresión en Internet, usan sutiles dispositivos correctivos y datos de personas y grupos, obtenidos en parte gracias a las redes sociales y a través de otras fuentes, a pesar de la ley de protección de datos, que la sortean medios secretos.
A esta nefasta postura le vienen muy bien los bipartidismos actuales en las naciones, las secesiones, las drásticas divergencias y las divisiones humanas.
Para contrarrestar estos abusos, la única solución efectiva es la unidad mundial funcional, pero no dictatorial. Única, pero no oligárquica. En la ONU han de estar integrados los 204 Estados del mundo y los ciudadanos, representados por líderes intercambiables y en el mismo momento en que dejen de ser transparentes. La integración pasa por la interdependencia.