¿El paraíso? Ya les veo a él o a ella, solos en sus respectivas casas, enfundados en un batín elegante frente a la chimenea de sofisticados maderos artificiales que hasta crepitan y cuyo fuego es simulado por la energía eléctrica. ¿Encantados?
Pues no. La concepción social más chic de alguien que rehace su vida es la de que se ha emparentado nuevamente con una garantía de permanencia. Vuelta a las andadas, adiós a la gloriosa soltería de ensueño. Los hombres y mujeres de entre treinta y tantos y cincuenta y pocos años separados —y hasta los solteros de oro— que se enfrentan a la realización más o menos completa de su vida sexual no son tan envidiables. En principio, la situación y su contexto se presentan con un gran atractivo para cumplir con el rito de la caza y conquista amorosas, el flirteo y el juego erótico más bien esporádico, ya que al final los singles siguen siéndolo. La disminución en la práctica conlleva una rebaja de la libido. Esto es impepinable porque la apetencia sexual más satisfactoria incluye a un álter ego que no suele estar y que permanentemente hay que buscar. Aunque parezca baladí, en este escenario se produce una disminución del deseo, que solo en el caso de los imberbes y adolescentes estaría más garantizado. Unido a la complejidad de la vida moderna actual, con los problemas político-sociales tan peculiares y la tasa de paro tan elevada, por decirlo a las claras, hace que quien pueda disfrutar del sexo en pareja permanente hoy es un privilegiado.