LA CARA negra del buen balance estival en la hostelería española es el turismo mal concebido —se podría denominar turismo basura—, el de borrachera y delirium tremens o el de las drogas —ay, esa moderna y horripilante droga caníbal— o el balconing, esos lanzamientos de cuerpos humanos desde los balcones de los hoteles, o el de la falta de respeto de los jóvenes extranjeros en la Barceloneta. Comienza a ser absolutamente desagradable. Se hacen fuertes estas invasiones indeseables. Es el triste contraste de las ciudades españolas, regias y señeras, que suelen lucir en sus cascos históricos poesía sublime con su arquitectura, por ejemplo, algo amable que todos quieren disfrutar. Esas piedras venerables, ese esplendor de los tiempos, sirven de escenario en unas ocasiones al puro arte y a la paz de Dios, pero en otras, por la noche casi siempre, a una degradación inverosímil, convirtiendo el gozo en duelo. Es un problema grave este turismo que desprecia la libertad de los demás. Y las muertes... esos chicos que mueren o regresan heridos cuando salen, tras borracheras y disputas que acaban en cuchillazos en las piernas, cuando no en el corazón, de gallitos que osaron recriminar a otros con sus espolones camuflados. Los vecinos que sufren esta barbarie lo saben bien, lamentan la invasión de quienes no saben divertirse. Los ayuntamientos se ven obligados a dispendios en la acción de la policía local y la reparación de los desperfectos y del vandalismo, algo que en poco compensa las divisas que se obtienen por este tipo de turismo malsano. Para quienes no lo viven de cerca, cuando lo narra la tele o la prensa, parece como si eso sucediera en otro planeta, como si les ocurriera solo a otros, pero en realidad todos somos juez y parte; tenemos algo que ver en esas desgracias. Igual que "entre el gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente existe cierta complicidad vergonzosa", según Víctor Hugo, del mismo modo el que cierta parte de la juventud se esté arruinando así podemos ser cómplices de ello todos.