PRINCESAS Y príncipes no suelen estar exentos de necesidad emocional. Ahora se habla mucho de inteligencia emocional precisamente porque cada vez hay más personas —en esta sociedad saturada de información— que ven atacadas su configuración sentimental, la prioridad de sus sensaciones vitales y su capacidad de entender por qué sufren o gozan. Todos somos reyes de nuestra propia vida, salvo que no sepamos manifestar comportamientos inteligentes en ella. La inteligencia es un bien valioso pero por sí misma no sirve; puede ahogarnos. Es nuestro uso de ella lo que nos salva o nos condena. Y está también el poderío inmenso que todos tenemos dentro y que, a veces, desarrollamos sorprendentemente en situaciones límite. He tenido la oportunidad de seguir algún caso personal como el de una mujer menuda, contundente y expresiva que está dispuesta a luchar contra viento y marea por conseguir sus objetivos en la vida, a pesar del vapuleo existencial que ha recibido. «La vida o los secuaces de ella —así reflexiona— me han arrebatado cosas materiales esenciales no totalmente prescindibles. Que se las queden. Pero han intentado privarme de cosas emocionales, romper vínculos, deshacer apegos. ¿Qué ha pasado? Que no han podido. El amor es incombustible, indestructible, infranqueable y no imponible. Gracias, vida; gracias, desalmados. Sigo fuerte, sigo en pie recibiendo amor y dando cariño». Quien pueda hablar a sí o sentir esa energía sabe lo que aquí se cuece: la autenticidad, la nobleza y la capacidad humana para vencer a la molicie, a la degradación y la maleabilidad en la que se encuentra la sociedad actual, hecho que aprovechan los más fuertes para manejar el cotarro a su antojo sin apenas resistencia porque el forraje indeseable no deja ver el cielo.
Pero siempre habrá primeros entre iguales, esos príncipes y princesas que podan la incomprensión y animan e impulsan al resto a recuperar la civilización escondida entre hojarasca y enredaderas perniciosas.