UNA DECENA de días para que acabe el mes estival y vacacional por antonomasia, mes de esos amores de verano, de esas aceleraciones del corazón, de ese nerviosismo cuando menos conviene, de esas mariposas en el estómago, de esa miscelánea de miedo e ilusión, de dudas y valentías que a buen seguro tantos han experimentado y están experimentando ahora mismo. Una decena de rosas quiere ser esta columna hoy para algunos corazones rotos. Porque, a veces, del mismo modo que ha llegado, ese amor se va. La vuelta al trabajo, que tiene también su cuadro médico diagnosticado —el síndrome postvacacional—, ayuda a olvidar los amores estivales mientras pega en el rostro ese aire que dicen es fresco en agosto y se pone tierra de por medio y, sobre todo, tiempo, el mejor y gran aliado para aliviar estos dolores emocionales de temporada. Cuando alguien está involucrado en una relación, es duro abandonarla así, de cuajo; los sentimientos no se olvidan tan fácilmente incluso cuando se ha sobrepasado ya esa zona inicial del enamoramiento virulento. Cuando un amor se despide llorando a mí me gustaría ser una lágrima suya, pero no una lágrima en acto, sino una interna, silente, que habite sus ojos para verlo todo a través de ellos y hacer que se sienta bien siempre. Eso que llamamos corazón roto precisa de un tiempo para restablecerse. El clásico clavo que saca otro clavo tiene su efectividad, se suele hacer. Pero, dadas las fechas que se avecinan, refugiarse en el trabajo es lo más corriente... y relacionarse más con las amistades. De todas maneras lo mejor es estar enamorado siempre o, al menos, mirar con el brillo que se mira en el enamoramiento. Una de las esencias del amor es la comunicación y la generación mutua de energía. Siempre. Porque por gran interés que alguien muestre a otra persona, si no hay reciprocidad alguna, al final se extinguirá. Esa energía, esa comunicación y esa magia es lo que precisamos para enfrentarnos a septiembre y seguir superando las pruebas que nos pone la vida.
Juan Carlos YAGO |
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